Hace 40 años, no imaginaba que mi oficio sería cantar ni escribir canciones. Mis metas eran otras... La música típica no era la carrera que los jóvenes de aquella época tuviéramos en la mente. Mucho menos se le iba a ocurrir a alguno de nuestros familiares o allegados aconsejarnos que la escogiéramos como oficio. Si alguien mostraba talento para improvisar o cantar aguinaldos y décimas , regularmente, se le aconsejaba que probara con la salsa, el merengue o cualquier otro género como la balada o el bolero.
Cuando llegué a la Universidad de Puerto Rico en 1969, Rio Piedras era un hervidero de poetas, músicos y escritores que libraban una gran batalla de afirmación nacional. Los estudiantes se rebelaban contra la guerra y el servicio militar, y los trabajadores se organizaban para exigir sus derechos.
La canción de protesta servía de portaestandarte de este proceso que arropaba gran parte del universo. Me enamoré del espíritu de aquella generación; y asumí los valores que le guiaban. Fue una gran encontronazo conmigo mismo; y comencé a preguntarme muy seriamente quién era yo. Descubrí que era un jíbaro. Descubrí que aquella música que había aprendido a través de la piel en los rosarios cantados y en las parrandas navideñas era la música de los jíbaros puertorriqueños. Descubrí que los jíbaros estábamos en todas partes, y que, a muchos, no les gustaba que los llamaran "jíbaros"... " Eres un jíbaro" era para ellos el peor insulto. ¡Eran tantos los que se avergonzaban de su procedencia campesina!
Pensaba en mi padre, un jíbaro inteligente que no pasó del tercer grado, pero que poseía una gran sabiduría. Repasaba mi infancia, recordando las grandes cualidades de aquellos hombres y mujeres que labraban los campos de esta tierra; y fueron el motor y la energía que por siglos, alimentaron -con su sudor- el desarrollo económico de la patria puertorriqueña.
Pensaba en aquellos campesinos que, en lugares remotos de nuestra isla, crearon los instrumentos para hacer una música que hablaba de sus penas y sus amarguras, de sus sacrificios, de sus jornadas en los cafetales y cañaverales. Pensaba en aquellos jíbaros que arañaban la tierra para levantar a sus familias mientras entonaban cantos de alegría y alabanzas a Dios, que le daba la fuerza necesaria para seguir adelante.
Cada vez que me pedían que cantara una décima o un aguinaldo en cualquier manifestación de obreros o de estudiantes, sentía que lo hacía por todos los jíbaros que echaron a andar este país. Y cada vez que cantaba, sentía que una fuerza ancestral me acompañaba. Aquella fuerza me atrapó. Y un buen día, decidí que dedicaría mi vida a cantar, y a escribir las grandezas del jíbaro puertorriqueño...
Cuando llegué a la Universidad de Puerto Rico en 1969, Rio Piedras era un hervidero de poetas, músicos y escritores que libraban una gran batalla de afirmación nacional. Los estudiantes se rebelaban contra la guerra y el servicio militar, y los trabajadores se organizaban para exigir sus derechos.
La canción de protesta servía de portaestandarte de este proceso que arropaba gran parte del universo. Me enamoré del espíritu de aquella generación; y asumí los valores que le guiaban. Fue una gran encontronazo conmigo mismo; y comencé a preguntarme muy seriamente quién era yo. Descubrí que era un jíbaro. Descubrí que aquella música que había aprendido a través de la piel en los rosarios cantados y en las parrandas navideñas era la música de los jíbaros puertorriqueños. Descubrí que los jíbaros estábamos en todas partes, y que, a muchos, no les gustaba que los llamaran "jíbaros"... " Eres un jíbaro" era para ellos el peor insulto. ¡Eran tantos los que se avergonzaban de su procedencia campesina!
Pensaba en mi padre, un jíbaro inteligente que no pasó del tercer grado, pero que poseía una gran sabiduría. Repasaba mi infancia, recordando las grandes cualidades de aquellos hombres y mujeres que labraban los campos de esta tierra; y fueron el motor y la energía que por siglos, alimentaron -con su sudor- el desarrollo económico de la patria puertorriqueña.
Pensaba en aquellos campesinos que, en lugares remotos de nuestra isla, crearon los instrumentos para hacer una música que hablaba de sus penas y sus amarguras, de sus sacrificios, de sus jornadas en los cafetales y cañaverales. Pensaba en aquellos jíbaros que arañaban la tierra para levantar a sus familias mientras entonaban cantos de alegría y alabanzas a Dios, que le daba la fuerza necesaria para seguir adelante.
Cada vez que me pedían que cantara una décima o un aguinaldo en cualquier manifestación de obreros o de estudiantes, sentía que lo hacía por todos los jíbaros que echaron a andar este país. Y cada vez que cantaba, sentía que una fuerza ancestral me acompañaba. Aquella fuerza me atrapó. Y un buen día, decidí que dedicaría mi vida a cantar, y a escribir las grandezas del jíbaro puertorriqueño...